sábado, 17 de octubre de 2009

11.- a la viejita del puerto de Paita que me solia contar historias increibles


[a mi abuela Eufemia que un día se marcho
sin darme tiempo a decirle que nunca iba a
olvidar sus historias ni su silencio cómplice.]


Es sábado.
El viento del puerto del Callao golpea el pecho como queriendo preguntar por alguien.
Sin embargo no pronuncia nombre alguno solo golpea el pecho.
Hasta parece que el viento quisiera escribir un nombre con la uñas.
Viejita lenta y suave, antiguo habitante del puerto de Paita.
A esta hora solía sentarse en una silla en la sala mientras sus lentes redondos

resbalaban silenciosamente por su nariz.
De rato en rato se incorporaba, me preguntaba por la hora o la ultima llamada de teléfono

luego me entregaba esa sonrisa reposada detrás de su silencio.
Era el tiempo en que la pasta básica de coca no se encontraba aun en cada esquina
y los muchachos guardábamos la pelota de trapo, y los soldaditos de plomo como el tesoro
de la infancia.
Viejita lenta y sombra del puerto de Paita.
Ella estaba siempre puntual robándole uvas a la tarde.

Robándole uvas e historias a la tarde
Sin embargo, yo me percataba que su sonrisa se iba adelgazando al igual que su mirada,
que sus huesos crujían cuando caminaba apoyada en su ternura
y sus palabras frecuentemente se quebraban en un puñado de suspiros y saliva.
Conversaba poco por que se cansaba y su voz
que alguna vez rezó interminables padrenuestros, temblaba por el viento y los años.
Y es que un día mas o una hora, es algo inmenso para una anciana del siglo pasado.
Había tardes en que sentada en su antigua mecedora y a la puesta de algún sol del verano mientras miraba al techo del comedor como buscando rostros perdidos
me narraba de las historias que ocurrieron en su tiempo
noticias que llegaron al puerto de Paita acerca de la primera guerra mundial.
Los americanos le ganaban a todos, me decía, luego agregaba,
después hubo otra gran guerra, recuerdo que habían unos que le llamaban los aliados,
ellos eran los buenos pero los japoneses eran los mas malos de todos, eran muy malos,
malos y traicioneros, terminaba diciendo, mirando el techo
como pretendiendo identificar a alguien.
Hablaba de los caudillos Nicolás de Pierola y don J.J. Duránd,
ilustres personajes hundidos en su memoria.
Tenia ocho años -me decía- cuando entraron los pierolistas a la plaza de armas de Paita.
Yo venia con mi mamita del mercado, eran muchos hombres a caballo
tenían cintas del color de la bandera amarrados a sus sombreros blancos
y cruzados en su pecho su fusil -e intuyo que su asombro-.
Luego, todos ellos formaron un círculo en la plaza. De pronto el más blanco,
de barba rojiza y ojos negros como el asfalto, saco su rifle
las mujeres corrieron a sus casas, yo me le quede mirando.
Recuerdo que llevaba botas marrones y una botella de aguardiente colgada a su caballo. Luego el hombre levanto la vista al cielo y apunto con su rifle haciendo varios disparos.
Mi mamita me apretó la mano fuerte-fuerte
y de las canastas que traíamos se cayeron las lechugas.
Yo buscaba en vano en el cielo a quien le había disparado.
Llovía un poco esa mañana y el puerto olía a mar a niebla y a melancolía.
A los caballos les salía espuma blanca por sus bocas
las gentes aguaitaban detrás de sus ventanas.
De pronto, uno de los hombres que montaba un caballo pinto, se bajo de la montura,
subió corriendo al campanario de la iglesia y al rato sonaron fuerte las campanas.
En la plaza de armas uno de esos hombres, el mas moreno de todos,
saco de su alforja de cuero una bandera roja y blanca de la patria
y el de botas marrones y botella de aguardiente levantando el brazo izquierdo
hizo una extraña señal con la mano y todos esos hombres a caballo
comenzaron a cantar el himno nacional.
Sus voces sonaban roncas, eran hombres rudos con correa de balas en la cintura
ceño fruncido como enojados con el tiempo.
Las mujeres vestidas de blanco y negro con pañuelos en la cabeza
que habían venido caminando detrás de ellos también comenzaron a cantarlo
sus voces me hacia recordar a las gaviotas de la playa.
No se en que momento los marineros con sus uniformes blancos salieron de la capitanía
y cantaron también el himno nacional que por primera vez no se si de miedo o de asombro
me hizo temblar el corazón.
Mientras seguían cantando, mas gente salían de sus casas
se arremolinaban alrededor de la bandera y los perros ladraban a los caballos.
Luego los hombres bajaron de sus monturas y repartieron papeles entre la gente.
Las jóvenes les sonreían mostrando un simulado interés por los papeles.
Recuerdo que se quedaron viviendo en el pueblo como cuatro días
habían colocado una carpa en el centro de la plaza de armas
y dos hombres con sus fusiles amanecían parados en la puerta
yo con mi hermana a escondidas solíamos observarlos desde el techo
todo ese tiempo la gente se cuidaba de no salir de sus casas
Y de pronto una mañana habían desaparecido
Mi mamita me solía decir que se los había tragado la niebla de la madrugada
Y que ella siempre pensó que esos jinetes no eran de este mundo.
Reconozco que eran palabras de otro tiempo que no recogen aun los libros de historia
donde no importaban fechas ni domingos sino los personajes que salían de sus labios
y que se movían como imágenes del cine mudo.
A tu abuelo le cortaron la mano –me decía- un día de febrero
pero luego le cortaron más arriba hasta el codo por que le brazo le quemaba y le dolía. Tuvimos que viajar de Paita al puerto del Callao un viernes por la tarde
en un barquito de madera y duró seis días la travesía
desde entonces el Callao se convirtió en esa ciudad lejana
que le salvó la vida a don José del Carmen Rodríguez Bautista.
Recuerdo que su voz caía de sus labios como la ropa blanca de los cordeles.
Me hablaba de su viaje al puerto Pizarro –cerca del Ecuador-
en un pequeño barco llamado la Nicolasita y de aquel naufragio a las tres de la madrugada cerca de la playa de Talara.
De Tumbes a Lima -me decía- viaje en un pequeño vapor llamado el joven Ricardo.
Era de madera negra con una sirena en la proa y tres mástiles.
pertenecía al hermano de tu abuelo, de ahí su nombre “el joven Ricardo”.
Duro 23 días la travesía, vimos tiburones azules en el viaje
me parecía que nos estaban persiguiendo,
de pronto no los veíamos, pero sabíamos que estaban allí, esperando, un descuido,
que el barquito se rompiera entre las olas.
Recuerdo que antes de embarcarnos subieron a bordo algunas tortugas para alimentarnos
y tilo para curar la tos
-y me atrevo a pensar que también para curar la tristeza-.
Pero detrás de todas estas historias mojadas con suspiros y saliva,
los recuerdos ya le pesaban demasiado y ambos sabíamos con certeza
que el tiempo no respeta las medallas aunque estas relampagueen todavía
y tarde a tarde detrás de cada historia,
mi abuela se iba descamando entre la desesperación y mi impotencia.
Hasta que una noche de enero yo corrí para escuchar su última mirada,
para mirar su última palabra,
pero fue en vano, mi abuela se quedó quieta y sorprendida
con la historia congelada entre sus labios el silencio violando su esqueleto
y las lechugas regadas por el suelo.


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